Era mi turno de tomarme la foto y ansiaba que precisamente ella me atendiera.
-Permítame su mano derecha-me dijo.
Temí lo peor.
Y se hizo verdad. Me tomó el dedo índice y esa mano delgada, algo huesuda y pálida, con esa imperfección que me toca el alma, lo apretó contra el dispositivo infrarrojo y yo, avergonzado, no sentí nada. Nada. Estoy muerto.
-¿Le molesta la luz, verdad? Procure abrir más los ojos.
Yo se que la espuma sería solo una sesión de besos obscenos y talvez, talvez un desahogo de la carne, pero inercial, más halago que deseo concreto.
Y sin embargo aún la recuerdo.
martes, 27 de noviembre de 2007
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