miércoles, 14 de enero de 2009

Nadie lo sabrá

Me regreso de dar una vuelta por la ciudad algo sorprendido de las tristezas que pesqué. Lo inesperado es que no son mías, son de Santa Ana. De ella. Santa Ana, algo que es casi nada. Muy pequeña, este pueblón grande. Donde todo debería ser calles de carnaval, euforia y alegrías pasajeras solo es silencio, puertas cerradas y abandono hostil. No tiene utilidad alguna, hay que dinamitar esa catedral, volver a los cerros y vivir fiestas con los árboles. Un vehículo pasó junto a mi, el motor era bullicioso en extremo. Era un modelo de colección, fabricado en los años cincuenta, lo he visto antes estacionado en alguna parte. ¿Lo conducía alguien? Yo creo que si. Supuse una silueta tras el volante. El carro desapareció al llegar al parque, ya no hubo ningún otro sonido. Ni siquiera mis pasos, porque el oido se acostumbra a los rumores continuos. Me podría sentar en una banca y esperar a que amanezca, sin embargo estoy seguro que ocurriría algo, cualquier cosa y no el alba. Una bifurcación hacia otra oscuridad sin salida, hacia la melancolía permanente, hacia algún purgatorio personal. Me pregunto que hay en los últimos pisos de ese viejo edificio. Las veces que paso cerca me quedo de pie en la acera, alzo la vista y solo descubro ventanas cerradas, sucias. Me perturba que pueda existir algo asi. Me perturba más el hecho de que no lo puedo olvidar ni sacarmelo de la mente. Ya no hay buses a esta hora o están pasando los últimos del día. Creo que esperaré uno debajo de esta farola macilenta.

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