jueves, 4 de agosto de 2011

Habia dejado la pistola sobre la mesa, entre las latas de soda y me preguntó si alguna vez me había acostado con ella. Yo, naturalmente, le mentí. Pero él sabía de antemano que lo haría y solamente sonrió burlándose de su propia pregunta. Eran, con seguridad, el cansancio de tantos años de peleas y altibajos entre ellos los que le daban esa resignación. Hubo un silencio y al fin para decir algo, le dije:
-Me gustaba su tristeza. No es que yo sea un sádico. Pero me gustaba verla desolada, era dulce para mi. No intentaba consolarla. Me gustaba verla harta de sus amarguras.
Levantó la vista y me miró a los ojos. Fue la primera vez que lo hizo con hostilidad desde que nos sentamos

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