viernes, 6 de junio de 2008

Sabe mejor frío

Hay en El Conde de MonteCristo una simbología cristiana que me ha conmovido y fascinado. Está oculta en los eventos que ocurren en la novela y también está dicha abiertamente por sus personajes. Con frecuencia MonteCristo se declara enviado de La Providencia o, incluso, sustituto de ésta. Creo que esto se desarrolla muy bien y hay una buena conclusión al respecto. Sin embargo, lo que no me deja en paz es otra cosa, a saber: se me ocurre que Edmundo Dantés antes de ser encarcelado en el Castillo de If era como una especie de Adán u hombre primigenio, libre de mancha e incluso inmune a ella. Guardaba nobleza, inocencia, hasta el punto que su franqueza y falta de doblez le llevaban en ocasiones a comportarse desabridamente, sin tacto.
Estas bellas cualidades le hacen presa fácil de sus enemigos, y el velo que su falta de malicia pone sobre su entendimiento le impide durante los primeros años de su estancia en calabozo, aclarar las causa de su prisión. Para él todo es un lamentable error.

Hasta que conoce a Faría.

El abate le revela con suma facilidad los pormenores de la trampa de la que ha sido objeto, y le señala, en su recuerdo, los rostros de sus enemigos. Ahora, Faría se nos presenta como un estudioso que ha profundizado en varias disciplinas científicas. Hábil artesano que sabe fabricar herramientas de utensilios magros y cotidianos. Faría sabe hacer tinta de ceniza y vino, transforma sus harapos en pergaminos donde va escribiendo su obra. Frecuentó a Lavoisier, Cabanis. En su tiempo de esplendor poseía, como herencia, una biblioteca de cinco mil volúmenes a la cual era adicto, y aseguraba que el saber humano se podía resumir en cincuenta libros bien escogidos. Habla cinco idiomas y una lengua muerta. Había alternado con la aristocracia italiana de su época. En fin, un dechado de las ciencias humanas.

En concreto esta palabra: ciencia.

Es que Faría es el árbol de la ciencia del bien y del mal del que come nuestro Adán cuando recibe la revelación de la causa de su presidio. Urgido por la desesperada necesidad de saber el porque de su situación Edmundo hace la pregunta fatal y come del fruto de Faría (o la roja pastilla matrixiana). La venda cae de sus ojos pero el mal entra en su corazón y éste comienza a incubar el propósito indestructible que hará de él un ángel y un demonio: la venganza.
Adan es expulsado del paraíso de su candidez. Edmundo, habituado a las sombras de su calabozo, mira en la oscuridad, como cualquier espíritu de las tinieblas hecho a su medio.
Faría se da cuenta de lo que hizo y lo lamenta en gran manera.

Es interesante notar como después de este suceso termina la resignación en la que Edmundo estaba sumido y empieza a ansiar la libertad más que nunca. Hace planes para evadirse. ¿Será esto una alusión a que la ciencia, como parte de la verdad, es un ente pertubador pero que libera?

Sobreviene la época en que junto con el idear un plan de escape, Edmundo asiste a las lecciones de Faría, que le transmite todo su saber, como si se quisiera decir que el tener un camino fatídico ante si hay que caminarlo hasta el final.

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